Noche cerrada, tierra embarrada por la sangre de los muertos
que un segundo atrás fueron hermanos. El metálico olor se entremezclaba con la
peste que provocaba el orín y las heces, el más puro reflejo del miedo.
No se veía nada a menos de dos metros, nada salvo los proyectiles fosforados que iluminaban durante una fracción de segundo el frente con su rojizo destello de muerte. Silbaban cerca, se estrellaban aún más cerca, y, a cada pocos segundos, se oía un grito de dolor al que le seguía el golpe sordo de un cadáver más. Otra vida segada como si fuera trigo.
Uno ya no es consciente, llegado el momento, de que esta
pasando. Aprieta su fusil contra un dolorido hombro y repite los mecánicos movimientos
que lo han mantenido con vida durante los últimos meses. Apunta a un destello
del horizonte y dispara, apunta a un destello del horizonte y dispara; una y
otra vez sin si quiera llegar a rezar o pensar en el que próximo fogonazo que
vea podría ser el último.
Bill ya esta cansado, hastiado, harto… le prometieron la
gloria, le aseguraron que eran dueños del mundo y que heredarían la tierra. Los
sobornaron con un camino cargado de camaradería y heroicidades, les hicieron
ver que eran los elegidos para salvar al mundo entero de la tiranía, que todo
tenía un porque y que debían comprometerse con el.
Les mintieron.
Bill ya no puede más, el desanimo lo domina por completo. La
trinchera esta llena de muertos que de los cuales aún rezuma algo de vapor; una
funesta pantomima del alma huyendo de su cárcel de carne. Bill suelta una
carcajada áspera, sin humor ni gracia, el hastío ríe por él. Recuerda la instrucción,
recuerda los gritos, las risas y todo aquello queda borrado de un balazo para
dejarle ver la cruda realidad de la guerra. Muerte, desolación y olvido. La
sensación de que todo cuanto ha luchado no sirve en absoluto inunda su corazón.
Nada ha servido de nada, él se sabe un muerto más, un número más en una lista
de bajas de una batalla que nadie recordará. Un ataúd vacío que lloraran unos
familiares al otro lado del charco y que se creerán las mentiras que les
contaran en una carta impersonal que miles de madres leerán.
Bill mira a su compañero y le dice:
“Estoy harto de luchar”
Este le mira con la sana intención de inflamar su espíritu
de lucha, pero, tan pronto como se gira, puede ver a escasos centímetros como a
Bill, el que acababa de ver la verdad, le estallaba la cabeza en una lluvia de
sangre aderezada con metal, trozos de hueso y esquirlas de metal. Bill no es
capaz de pensar nada, ni si quiera de gimotear. Bill se fue para no volver. Un
número más que tachar de una lista, un simple hombre destinado al olvido y que
dio su vida por algo en lo que le hicieron creer. Un hombre al que un “gracias
por su esfuerzo” no le servirá de nada.
Adiós Bill.